El arte cubano contemporáneo desempeña un papel muy significativo en muchos de los círculos concéntricos, altamente completo, que forman la matriz del mundo del arte en los Estados Unidos. Por un lado, hay un deseo casi visceral por lo prohibido, un anhelo de abarcar lo que no se puede tener. Los desatinos de la política han creado falsas barreras y han vuelto infructuosos muchos de los vínculos culturales naturales entre los dos países. En nuestra ansiedad por conocer y entender, tanto como podamos, la inmensamente productiva y fructífera producción visual de Cuba, se concretan el deseo de recuperar la utopía, la urgencia de sumergirse en el otro. Como historiador y crítico del arte moderno de América Latina, siempre he asegurado a mis estudiantes y al público lector que una de las capitales culturales tradicionales del hemisferio occidental ha sido La Habana, y lo sigue siendo. La Habana es una ciudad que ha producido una asombrosa efervescencia de talento desde los primeros años del pasado siglo y el desarrollo de las primeras vanguardias.
El arte hecho en La Habana tiene, por supuesto, muchas caras. Del mismo modo que Nueva York es una ciudad de interacciones globales. La Habana es una metrópolis vital por su diversidad y su habilidad de transformar y re-conceptualizar las influencias llegadas desde el exterior. La Habana, como Nueva York, ha sido un punto de encuentro de muchas culturas, tradiciones visuales y contribuciones de muchas razas. El tema de la presencia africana en el Caribe –y en particular en Cuba, explicado de modo tan brillante en los textos de Gerardo Mosquera– es un hecho inevitable e indeleble en las culturas visuales de Nueva York y La Habana. El pulso de África existe, de una manera palpable y profundamente sentida, en el arte de Wifredo Lam, cuyo centenario se celebra este año, y continúa viviendo y alentando en la obra de Manuel Mendive.
Lo he llamado “ángel rebelde”. ¿Por qué? Entiendo su arte como osado, rebelde, no convencional y desafiante. No le interesan las modas o tendencias. Sus imágenes, que tan a menudo incorporan y transforman con violencia los vestigios del estímulo africano, no atraen, necesariamente, a aquellos que buscan la última dirección del mundo artístico. En lugar del minimalismo intelectualizado y del conceptualismo hueco, Mendive confía en los sentidos: pensamiento, tacto, color, aliento, aire y fuego. Sus pinturas, como sus acciones y performances, que orquesta con tanta destreza, demuestran su fidelidad a su propia sensibilidad visionaria, no a una “apariencia” impuesta por el mercado. Es un artista que no ha renunciado a la evocación poética, sutil y matizada, de los espíritus o las esencias. Mendive no entra en el juego del estereotipo de lo “exótico”. Mientras que en su obra se evoca un espíritu comunal, su arte está lejos de ser convencionalmente folclórico. Es rebelde en su indiferencia por lo pintoresco.
Mendive es un nombre bien conocido en Cuba, por supuesto. Ha tenido una importante presencia en Europa, con sus exitosas presentaciones en España y en otros lugares. También ha sido, por cierto, una presencia en los estados Unidos, aunque es la esperanza de muchas personas en el país donde estas líneas son escritas, que en el futuro este artista se convierta en una fuerza aún mayor en nuestro mundo artístico. El arte de Mendive es trascendente. Va más allá de las barreras, las fronteras nacionales y los arbitrarios límites políticos. Este arte de espiritualidad, esperanza, poder emocional y belleza diáfanos, ciertamente sirve como uno de los muchos vínculos que unen a las naciones, haciéndolas mirarse las unas a las otras con ojos frescos, sin prejuicios.
Edward J. Sullivan