Cuando se afirma que la cultura de Latinoamérica y del Caribe es el resultado de un mestizaje entre Europa y América precolombina o África, se piensa sobre todo en una fusión etnocultural, mientras se tiende a olvidar que su formación, a la vez, respondió a una hibridación histórico-cultural. Se insiste en una síntesis de razas y culturas diferentes, sin detenerse en el hecho de que las culturas sincretizadas no sólo eran diversas por su identidad particular sino por su grado de desarrollo histórico.
El origen de la cultura latinoamericana, a la vez occidental y no occidental, no obedeció únicamente a un mestizaje ontológico de europeos, indios y africanos como tales. Significó también la integración de hombres del feudalismo y del capitalismo con hombres formados en regímenes de comunidad primitiva, de “modo de producción asiático” y de otros precapitalistas. Además de este sincretismo en el plano de la conciencia, el capitalismo en América adoptó métodos arcaicos –esclavitud, sistema de tenencia de tierra, etcétera– propios de modos de producción anteriores.
América Latina ha sido como una máquina del tiempo, y los latinoamericanos somos también mestizos del tiempo. Esto ha hecho que en nuestra conciencia sobrevivan con notable fuerza formas del pensamiento mágico y mitológico, predominante en la conciencia de determinados estadios de la evolución económico social y –lo que es más característico– que integren una unidad orgánica con el pensamiento occidental propio del desarrollo capitalista. La integración genética de lo fantástico y lo “primitivo” con lo cartesiano y lo moderno ha sido la base de nociones tales como “lo real maravilloso” y el “realismo mágico”. De otro lado, la síntesis tiene muy diversas fórmulas y proporciones, y si se puede hablar de un proceso general, éste se halla en fases también muy disímiles según los casos, con masas indígenas que en buena medida conservan su cultura de origen. Así, América es también un conglomerado multicultural y “multitemporal”.
El arte del cubano Manuel Mendive (La Habana, 1944) es un resultado de toda esta peculiaridad. Él se formó dentro de una familia conservadora de las tradiciones de origen yoruba –cultura de la actual Nigeria, muy influyente en Cuba y Brasil–, mantenidas en la santería o Regla de Ocha, un culto sincrético afrocubano del cual es practicante. A la vez, se graduó en la Academia de Bellas Artes y estudió Historia del Arte. No estamos ante un naif: nos encaramos con un pintor que se sirve de un lenguaje “primitivo” aunque dentro de una sensibilidad propia del arte moderno occidental y con un oficio profesional para transmitir a cabalidad los contenidos del “primitivismo” mágico y mitológico de su cosmovisión. Sólo con respecto a ella se puede hablar de lo “primitivo” en su arte. O sea, no tanto en lo plástico como en la propia conciencia del artista.
Al contrario de lo que ocurre en los casos de Wifredo Lam o del escultor Agustín Cárdenas, la influencia formal de la plástica africana y afrocubana sólo es indirecta en Mendive. En éste hay un empleo de los recursos de base del arte “primitivo”, de sus peculiaridades estructurales, narrativas, etcétera, más que un basamento iconográfico. Se trata de la incorporación de todo un lenguaje que expresa una visión del universo.
Mendive se vale de un pensamiento mitológico vivo como vía para acometer una representación del mundo y una reflexión sobre problemas generales del hombre. Lo hace con la naturalidad propia de muchos cubanos cuando interpretan mitológicamente sucesos y cuestiones de la vida moderna, o cuando emplean a diario la magia para actuar sobre ellos. Y es que el pintor proyecta el mito hacia la vida, hacia la realidad. De ahí que su arte, además de presentar la pura mitología afrocubana con un sentido de universalidad (por ejemplo, en Endoko el acto sexual entre Changó, dios del fuego y la virilidad, y Ochún, la Venus yoruba, es mostrado como una unión universal), se ocupe de temas históricos, políticos, de género, de actualidad, etcétera, dentro de una interpretación mitologizante. El mito sólo constituye para él un método artístico en la medida en que es la aplicación en el arte de un sistema de pensamiento cotidiano. Para Mendive, como para un aedo de los tiempos heroicos, la mitología es real en toda la extensión de la palabra.
La evolución de su obra pudiera observarse como un proceso de interiorización del mito en cuanto medio de indagación artística. Comenzó a mediados de los sesenta con una visión muy viva y profunda de los mitos de origen yoruba conservados en Cuba, en lo que hasta ahora sigue siendo el momento de mayor valor artístico de su trayectoria. Es la “etapa oscura”: obras sombrías, donde pintura y escultura se funden, hechas con materiales de desecho, medallas provistas de dijes y cabello humano, quemadas al fuego o atacadas con ácido, una impresionante apariencia de objeto mágico real. Pudiera decirse que en ella asistíamos a una recreación artística del mito hecha desde dentro, por un portador del pensar mágico mitológico que es a la vez un pintor moderno. Esto, sin el menor asomo de folklorismo, pues su visión trascendía lo particular del mito hacia su alcance de universalidad, en una reflexión sobre la vida, el hombre, el mundo… Con esta personalidad tan propia, Mendive fue uno de los actores de la línea expresionista donde se manifestó lo mejor de la plástica cubana de la segunda mitad de aquella década brillante, junto con Cabrera Moreno, Chago, Antonia Eiriz, Raúl Martínez y Umbeto Peña.
Desde 1968 comienza a quebrase esta ortodoxia y surge la “etapa clara”: disminución de lo escultórico y el collage a favor de la pintura, eclosión del color, estilización, endulzamiento.
El mito se abre a los hechos históricos, la cotidianidad, el costumbrismo y la actualidad política, siguiendo la inclinación general de la década del setenta en Cuba. Pero en el caso de Mendive se trata de un desenvolvimiento orgánico desde su propio eje de creación, no de una adaptación forzada a un encargo de época, causa importante de la chatura del arte y la literatura cubanos de entonces. Algunas de sus obras de principios de los setenta quedan entre las más valiosas de aquel decenio, precisamente porque no fueron típicas de él. Tras ese momento, desafortunadamente, su pintura se va vaciando de significados y cae en un decorativismo edulcorado que continuará hasta los ochenta.
Viajes a la URSS y Bulgaria en 1981-82 motivan el inicio de un tránsito. En ellos Mendive aplicó sin contradicción alguna su visión artística a escenas de estos países, incorporando algunos entes legendarios locales y demostrando aún más que su pintura no era resultado del mito como tema, sino también como método; o, sería más preciso, como cosmovisión actuante de modo global en la creación artística, la vida diaria y la orientación existencial.
Pero es a partir de sus viajes al África en 1982 y 1983 que se abre toda una nueva fase. Tiene lugar un desbordamiento de la fantasía que lo lleva a una invención desenfrenada de seres fabulosos no tomados de, ni inspirados en mito alguno, criaturas de su imaginación personal. La agitación fabuladora va acompañada por cierto barroquismo que atenúa el aspecto más bien estático de sus diseños, dotándolos hasta hoy de mayor proliferación, dinamismo y complejidad sin quebrar esa construcción ordenadora que los caracteriza.
Los cambios formales incluyen el gusto cada vez mayor por la clave baja y los tonos tierra, y llegan en la actualidad al empleo del claroscuro, la transparencia y otros recursos más “pictóricos”, que rompen con los colores planos y el punteado casi emblemáticos de su estilo. Se inicia como una voluntad de apartarse de lo que pueda resultar decorativo, comercial, en pos de una pintura más dramática, que realza el componente expresionista. No obstante, mantiene su dibujo y figuración inconfundibles.
En toda esta nueva etapa que cuaja hacia 1984-85 han desaparecido los dioses tanto como las referencias concretas de la vida cotidiana, la historia o la actualidad. Son imágenes más generales, más abstractas. Mendive gusta decir que nos presenta la vida, y es lo más exacto que puede afirmarse. Su pintura es una metáfora de las fuerzas elementales del mundo, un mundo antropomorfizado donde, no obstante, el hombre no es centro rector sino el elemento de un orden de la naturaleza. Una “naturaleza viva” –según comentaba Fernando Ortiz a propósito de Lam– donde todo está animado en el más literal de los sentidos. Nos enfrentamos con una visión animista y mitológica de la realidad con fines místicos, donde ésta es interpretada como un sistema que garantiza la transformación equilibrada de todo lo existente. Hombres, animales, plantas y montañas participan unos de otros, pierden su taxonomía mezclados en una suerte de continuum vital. Más que elementos son funciones de un cosmos que se devoran, aman, comunican y paren unas a otras, en una cadena que establece el balance universal. Una “ecología fantasmagórica”, como apreció Robert Knafo.
El mito se ha esfumado como base anecdótica, pero se ha desarrollado como fundamento metodológico. Ahora está “por debajo”, facilitando la proyección de la fantasía de Mendive, una imaginación sistemática a pesar de su exhuberancia. Por eso no es sólo el carácter narrativo de esta pintura lo que recuerda las novelas del nigeriano Amos Tutuola, que son una sucesión lineal de acciones con seres fantásticos, muy vinculadas con los relatos folklóricos yoruba, no con los mitos religiosos. Varios pintores de la “Escuela de Oshogbo” también han dado rienda suelta a una fabulación procedente de la oralidad, mediante una expresión plástica personal. Parece tratarse de una tendencia común a muchos artistas modernos africanos sin estudios académicos.
Por supuesto, hablo sólo de una similitud que puede tener sus oblicuas bases culturales. Mendive es un profesional, pero de extracción popular, formado en un medio conservador de tradiciones africanas, y un artista que ni en su obra ni en su vida personal ha roto con la cultura popular. Él crea ahora sus propios mitos en lugar de seguir los de la tradición, pero aquellos tienen su raíz en éste y son fruto del pensar mitológico, de una mitogénesis viva, familiar, interiorizada. Mendive no es un africano en América: su pintura cubanísima plasma la compleja síntesis del Caribe, su mixación etnocultural y su mestizaje del tiempo. Esta fusión se ha producido en Cuba en mayor grado que en otros países donde prevalece más esa multiplicidad cantada por Dobrú, el poeta de Surinam: “Un árbol/ tantas hojas/ un árbol”. Pero en el arte de Mendive la fuente africana es muy poderosa, especialmente el acervo yoruba, y esto puede dar pie a conexiones trasatlánticas.
Mendive se ocupa ahora en trabajos interdisciplinarios, en los cuales pinta el cuerpo de bailarines y animales. Una plástica en movimiento y sonido, una impactante mezcla de pintura, escultura, danza, música, pantomima, body art, canto, sonido, ritual espectáculo, performance, comparsa y procesión donde de nuevo lo “culto” y lo “popular” se interrelacionan. Una de estas obras le valió el premio en la II Bienal de La Habana, y después las ha presentado en Londres, Panamá y Venecia.
Más allá del refrescante bazar morfológico de estas creaciones, cuando se logran, su valor está en trascender la espectacularidad, codificando un mensaje complejo y de extraña poesía, estructurado en la misma proyección de su pintura de hoy. De nuevo no hay referencia literal a danzas, ceremonias o mitos afrocubanos: la representación es generalizadora, sólo levemente alusiva. Lo afrocubano está otra vez como cimiento sobre el cual Mendive desarrolla su talento, y en el empleo de los tambores batá, el canto yoruba, los gestos y movimientos de los bailarines y músicos, el posible simbolismo de los animales que participan… El resultado es interesante como espectáculo de síntesis, como hecho etnocultural y como obra artística significante.
Tales atrevimientos, si no resbalan hacia el carnaval que siempre los amenaza, pudieran resultar decisivos para el trabajo de Mendive, necesitado de una sacudida capaz de revitalizar aquella potencia suelta de sus inicios. De cualquier modo, se trata de una inusual experiencia de comunicación popular.
Publicado en Arte en Colombia, Bogotá, n. 37, septiembre de 1988, pp. 52-55.